Apenas nos habíamos visto dos veces y ya creía conocerte mejor que a mi padre. Cuando aquel 29 de abril te vi llegar bajo el paraguas amarillo, supuse que dos veces tal vez no eran suficientes. Pero, por aquel entonces, ya confiaba en ti. Ni siquiera aquel clima de blanco y negro previo a la segunda guerra mundial, me daba a entender que algo no andaba bien.
Entramos en el café Bruselas. Pediste tú, al tiempo que encendía un cigarrillo para ti y sacaba otro para mí. Te lo fumaste en silencio, como en los poemas de Prévert. Aunque tú no lloraste. Ni siquiera yo lo hice. Te conté mi mañana pasando informes a máquina y me dijiste que tal vez irías a Londres, que las cosas pintaban mejor allí y que iba a ser más pronto que tarde. Te dije que yo me iría a Dublín, que aquí había poco que hacer. Te cogí de la mano y te pedí que nos fuéramos.
Al salir ya no llovía, pero abriste tu paraguas. Te abracé y cada uno se fue por donde había venido. Luego recordé que había estado preocupado por las manchas de tinta en mis manos.
Entramos en el café Bruselas. Pediste tú, al tiempo que encendía un cigarrillo para ti y sacaba otro para mí. Te lo fumaste en silencio, como en los poemas de Prévert. Aunque tú no lloraste. Ni siquiera yo lo hice. Te conté mi mañana pasando informes a máquina y me dijiste que tal vez irías a Londres, que las cosas pintaban mejor allí y que iba a ser más pronto que tarde. Te dije que yo me iría a Dublín, que aquí había poco que hacer. Te cogí de la mano y te pedí que nos fuéramos.
Al salir ya no llovía, pero abriste tu paraguas. Te abracé y cada uno se fue por donde había venido. Luego recordé que había estado preocupado por las manchas de tinta en mis manos.